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Él y sus primeros juegos.

El burro pardo, el ranchito y otros.

Bajo la sombra del árbol, que tanto creció, de aquel frondoso mezquite que estaba en el primer corral; Él, ahí en ocasiones jugaba con otros niños con el viejo burro pardo; no era pajarero – asustadizo, arisco pues- más bien el asno era mansito.

Los niños le obligaban a que agachara el cuello al tranquilo animalito (al burro, no Él), para subirse a horcajadas en toda la extensión del inclinado “buche o pescuezo”; se subían tres en cada turno, entre los que asistían a jugar; niños entre los seis y siete años de edad. Él No se subía, estaba muy pequeño para hacerlo – su temor infantil lo protegía de ese riesgo-, no cumplía los 4 años en ese tiempo, solo miraba y aprendía ese nuevo juego, para él. Posteriormente lo haría, al tener más edad.

Los otros niños esperaban su turno y después volvían a obligar a que el borrico levantara el pescuezo, lanzando por el aire, a poca altura, a los tres traviesos niños que estaban montados en su largo buche e intentarían caer sentados en el lomo del “tímido y tranquilo” jumento.

Los que no lo lograban caer en el lomo y daban con toda su infantil humanidad al suelo, le cedían el lugar a otro niño, soltando estruendosas y felices carcajadas. Así se alternaban en este juego inventado por sus hermanos y amiguitos del lugar; de ese pueblito rural.

Todavía en sus vacaciones de primaria y secundaria, a Él y a sus amigos les toco seguir cabalgando en el burro o jugar a catapultarse con el pescuezo del pardo. El buen burrito, murió de viejo. No despescuezado.

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Desde la edad de dos años, cuando su Padre llegaba de las faenas campiranas, en el caballo “el moro”, acostumbraba entrar por la puerta principal de la casa, sin bajarse del corcel, agachándose un poco para librar la parte superior de la puerta. Primero pasaba por la sala, salía al portal, hasta el primer patio. Ahí desmontaba del moro para subir al más pequeño de sus hijos; a Él.

El entendido caballo de fina estampa, lo paseaba con paso lento, sin trotar, mientras se “enfriaba”, para posteriormente quitarle las monturas (sillas, sudaderos, frenos, riendas y la reata atada a la silla, con que arreaba al ganado, con los clásicos gritos y silbidos de arriero; de su padre).

¡Eah aca jodida, cuerno gacho!

(Eah expresión popular del cuidador de ganado, “aca”, quizás apocope de vaca y el nombre que le asignaba al animal –cuerno gacho- y jodida, como regañando al vacuno que quizás, “quería agarrar monte o romper fila”). 

Él, nunca mostró miedo, ya que el caballo era manso. Pero siempre estaba bajo la vigilante mirada cercana, ya sea de sus padres o una de sus hermanas mayores. Se Sentía seguro.

Cuando su Padre, se iba por la mañana, arreando aquellas tres vacas, que ordeñaba temprano, siempre bajo la presencia de sus tres pequeños hijos varones (le recordaban a su primer hijo varón, fallecido y que nunca conocieron estos pequeños… lo extrañó siempre). Lo ayudaban a ordeñar alguna de sus hijas mayores, mientras otras, colaboraban con su madre a preparar el desayuno y el “lunch” que llevaría a la milpa y al potrero, de donde regresaba por la tarde, antes de ocaso del sol.

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Mientras ordeñaba y se iba llenado el balde, haciendo una abundante y blanca espuma en la superficie; las niñas y niños, se acercaban con una tasa de peltre despostillada para llenarla de calientita y blanca espuma, que tomaban directamente del balde, formándoseles blancos bigotes, que se lamian gustosamente.

Cuando se iba al rancho y a la milpa salía cantando o silbando.

 

“Allá al pie de la montaña donde se oculta temprano el sol, quedo mi ranchito triste y abandonada, hay mi labor…”  

 

Cuando regresaba al hogar, llegaba cantando otra.

 

“Cuatro milpas tan solo han quedado, del ranchito que era mío, ay ay ayayay de aquella casita tan blanca y bonita lo triste que está. Las palmeras lloran por su ausencia, la laguna se secó, ay ay ayayay...”

 

Un amigo de su Padre, un joven vaquero, el dueño de la mula blanca, a la que todo el pueblo la llamaba “la mula güera de Venancio”; todos los domingos por la mañana llegaba por, Él, para pasearlo alrededor de la plaza que estaba enfrente de la casa de sus padres.

Así como los paseos que desde la edad de dos años le daba Venancio en la “mula güera”, como su Padre, en “su” caballo preferido “el moro”, quedaron grabados en su mente por siempre.                                                                                      Pag. 44

Mucho tiempo después, Él, en dos ocasiones visitó el pueblo. Una, fue recién casado, con su querida y jovencita esposa.

Esa vez visitaron varios pueblos de la sierra, ligados con su ascendencia: el primero en visitar fue en donde nació su Padre; otro donde nació su Madre y sus Abuelos por ambas ramas. El último en visitar, fue su querido y pintoresco pueblo, donde, Él, nació y vivió su feliz infancia y parte intermitente de su vida.

Fue una corta y nostálgica visita. Visitaron Él y su esposa, en ese entonces a varios conocidos de la familia.

Muchos años después, realizó la que sería su última visita al pueblo. Ocurrió en una circunstancial y coincidente situación. Él, especializado en su profesión, formó parte de una brigada altruista-asistencial en compañía de varios profesionales, pero en la cabecera municipal; en ese lugar, fue donde aquel joven médico pasante, lo salvo de una grave gastroenteritis infecciosa. Cerca de su natal pueblo.

Aprovechó para ir un par de horas a su entrañable pueblo; no quiso perder esa oportunidad, que lo llenó de nuevo de nostalgia.

No había, desde aquella ocasión que regresó en compañía de su esposa, nadie de su familia, ni siquiera algún pariente cercano. La casa que fue de sus padres, no era como la de antaño. La habían modernizado como casa de la ciudad, de una familia de clase media, “media altita”. En comparación a como encontró la casa en esa ocasión, Él, dedujo que ellos fueron de clase media, media jodida.

Pero volvamos a la vista a su ex casa.  Los pisos de los cuartos no eran como antes, de tierra; aquellos que diariamente regaban su Abuela, su Madre y hasta Pablito (“el loquito” del pueblo). Aquella casa que, en tiempos de lluvias, prestaba su familia la sala grande, para que no se suspendiera los bailes que realizaban todos los  Pag.45  domingos en la placita que está todavía enfrente de la casa; pero ahora con bancas de cemento alrededor y en medio un pequeño Kiosko; antes las muchachas bailadoras en edad de merecer, iban con su madre y cada quien lleva su silla y se sentaban alrededor de la plaza, a esperar algún galán que las invitara a bailar. No las dejaban ir a baile sola.

Volvamos a la visita de su ex hogar. Toda la casa tenía vitropiso.

El portal con sus 4 columnas y sus 3 arcos de ladrillo lo habían cerrado, convirtiéndola en una amplia sala comedor, con una gran y moderna cocina integral, habían desparecido aquella vieja cocina y su hornilla de adobe, donde en grandes comales se hacía aquellas ricas y suculentas comidas, donde diariamente se escuchaban, el ruido rítmico del “amasar la masa” y el palmoteo, como pausado aplauso, para darle la forma redonda a las tortillas de harina o de maíz.

Él, se imaginó olfatear los olores de aquella cocina de su Abuela y de su Madre, de sus exquisitos guisos.

Su anfitrión, el dueño actual de la casa, continúo mostrando el lugar, dándole un pequeño tour hogareño. Los baños tenían modernas regaderas y W.C., las recamaras contaban con aire acondicionado.

Por toda la casa, observó algunas modernidades de la ciudad, desde los muebles y adornos. No vio ninguna tarima – como la que usaron en el parto de su Madre, cuando a Él, lo parieron-  ningún catre de jarcia – de ixtle- o de lona, con los que la familia, en tiempo de calor, hacían los “tenderetes o tendidos” en el primer corral o en el portal cuando llovía. Cuando su Padre, jugaba con Él y con todos los hermanos, mirando al cielo y quien era el primero en encontrar alguna figura Pag.46 formada por las blancas nubes, antes de anochecer o las formadas por las estrellas, cuando el cielo nocturno, estaba despejado y muy estrellado.

A pesar de que la casa estaba en el mismo lugar, ya no era aquella casa de adobe, “forrada la pared exterior, la que estaba frente a la plaza, con piedra laja, con el techo de madera. La otra casa, la que era de su familia, no estaba en ese lugar.

La tristeza le impidió, ver los corrales (corral y trascorral).

No quiso saber si estaban igual, como cuando ÉL, allí jugaba con sus amigos en su infancia y después cuando iban en vacaciones.

Recordar su antiguo hogar, le impidió seguir el recorrido que amablemente le ofreció el nuevo dueño. Quizás, al observar más modificaciones, le borrarían el recuerdo, que el siempre conservaba de ese amado recinto familiar.

El de su feliz infancia.

Esa segunda vez que regreso por casualidad al pueblo, reconoció y lo reconocieron dos viejos amigos de su padre: Venancio, el de la mula güera y el otro, el vaquero que toda la vida ayudó a su Padre en las faenas campiranas… El compadre Manuel. Aquellos dos amigos de siempre de sus padres y que también lo cuidaban cuando se atrevía a montar la mula güera, un becerro o pasearse en el burro pardo o en el caballo moro, de pequeño. Estaban muy ancianitos.

A ambos los había visto muchos años antes en la ciudad. Fueron al funeral cuando murió su padre. Él, estaba estudiando fuera. Estaba cursando la carrera de medicina, en una universidad de otro Estado del centro del País.

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En ese tiempo, ya había pasados años que había fallecido su padre. Esa fue la última vez que vio a estos dos entrañables amigos de la familia, hasta ese encuentro circunstancial.

Cuando fue con su esposa, recién casados, ellos no se encontraban en el pueblo. Él, preguntó por ellos. Andaban en la capital del Estado, curándose. Uno de sus males y otro visitando a familiares; gastando parte de sus bienes.

 

  • Venancio lo abrazo y llorando le dijo: Él ¿Te acuerdas de “la mula güera”?

Con los ojos humedecidos, casi a punto de llorar, Él, le contestó.

  • Cómo no me he de acordar, Venancio. Tanto que me paseabas en tu mula güera, cuando niño. Hasta me acuerdo de tu sombrero que te ponías un poco ladeado en tu cabeza y cuando había baile, me cuidabas cuando me sentaban a un lado de la radiola.

La otra ocasión que te salude, fue cuando murió mi padre – Él le dijo- allá en la ciudad ¿te acuerdas, Venancio?

  • Como no me he de acordar, claro que acuerdo bien, Él – contesto Venancio- Cómo crees que no iba ir a despedirme de mi compadre, de Tío Chico. Vieras como se le extraña a tu Papá en el Pueblo. Cómo nos sirvió de aval a todos los del pueblo, cuando el agiotista Duarte nos prestaba dinero. Con su pura palabra, bastaba para el préstamo.

Fue un hombre muy honorable, todos lo respetábamos. Ojalá, así sean todos ustedes, Él…Ojalá.

  • Ta cabrón, superarlo, Venancio, pero la lucha le hacemos – contestó, con una nostálgica sonrisa, ÉL, sintiéndose orgulloso de su Padre.                Pag.48

 

Venancio, era menor que su Padre unos diez años. Fue la última vez que lo vio con vida. Venancito, aquel que lo paseaba de niño en su mula güera, alrededor de la plazuela que estaba enfrente de la casa.

Muchos años después, a Él, le dijeron, que al poco tiempo de esa esa inesperada visita y su encuentro en el pueblo, murió en el Hospital General del Estado, allá en la Capital.

 Manuel también le preguntó cuándo, vio a Él:

 

  • ¿Eres Tu “jodido” o te pareces? ¿Eres Él, hijo de mi compa Chico y de mi comadre Cata?  Eres Él, el Lio. ¡Puchi que bárbaro, poderte ver después de tantos años!

 

Su Madre se llamaba Catalina y su Padre Francisco, le decían Chico.

  • Sí, soy yo, Él, soy Lío, Tío Manuel – le contestó, Él.

Y continuó diciendo Manuel:

  • Puchi, pensé que no te reconocería, Lio. Hacía remuncho tiempo que no te “devisaba”, aunque ya estas maduro, tu cara y la de tus hermanos todavía las recuerdo, no me vas a “crer” – Manuel, hizo gala de su lucidez mental.

A que jodido Lío, mira pues, quien iba pensar, que te volvería a ver, tanto tiempo- repetía Manuel- que ha pasado desde que dejaron para siempre el Pueblo y después del fallecimiento de mi compadre Chico.

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Lío. Así le decía Manuel y nunca supo Él, por qué le decía así, tal vez por lo travieso que fue de pequeño y era un lío cuidarlo. “Sepa”. O por apocope de Raulio –de Raúl.

 

  • Desde que murió Tu Padre, ya no supe de ustedes, solo me enteré, que pocos años después, murió mi comadre Cata; tu mamá.
  • Hace tiempo estuve en el Pueblo, Tío Manuel, cuando recién me casé, pero ni Usted, ni Venancio, se encontraban en el pueblo. Disque andaban en la Capital – le dijo, Él.
  • ¡Uta, Lío!, si supieras cuantos achaques padecemos ya de viejos, pos uno tiene que irse a curarse juera de aquí, si el dotor de la cabecera municipal, no le atina, pos tenemos “quir” hasta la Capital del Estado a que nos den remedios, ¡aunque “seyan” pa durar un poco más! Ya vez Tío Chico, tu Papá, se tuvo que ir hasta la Cd. De México y ni allá lo aliviaron. Pos cuando uno tiene marcada la raya, pos hasta ahí llega uno.

A que mi Lío jodido, tu haz de saber remuncho de esto.

 

Hablaron, recordando su infancia, cuando Manuel le enseñó a “jinetear” becerritos y a cabalgar en el burrito pardo, cual pequeño Sancho Panza, arriba de su jumento “Rucio”.

Don Manuel, con su quijotesca figura – era alto y de complexión delgada-  montado en su “Rocinante” penco, jalando con un cabestro al pardo donde iba montado, Él. Sancho Lío.

Con la triste nostalgia de recordar a sus Padres y la que provocada estar en su pueblo donde vivió de niño y que ahora visitaba casualmente, Él, sollozando, se abrazó fuerte de Manuel. Atragantado por la mezcla de tristeza y alegría de ver a personas que no solamente se acordaban del niño aquel: Él. También por el cariño que todavía le tenían a sus Padres, a su familia, a pesar de tantos años, estos dos ancianitos, alcanzo a decir:

 

  • Mi querido Tío Manuel, Manuel, el mejor vaquero que ayudabas a mi Padre a cuidar el ganado ¿Y Tía María, tu esposa, vive? – le preguntó, como para desviar la conversación.

 

Todos los niños o jóvenes, a las personas adultas, del pueblo les dicen tíos o tías, sin ser familiares. A los padres de Él, le decían: Tía Cata, Tío Chico.

Manuel respondió:

 

  • No, Lio, hace mucho que murió. Me he quedado sólo, desde entonces. Todo mundo sabe que no tuvimos hijos. Pero ustedes eran nuestra familia, por eso a todos los hijos de compa Chico y de Cata, los queríamos mucho ¿Se acuerdan de nosotros?
  • Siempre los recordamos – Él, le respondió-  cuando mis hermanas y hermanos, nos sentamos a charlar, recordando al Pueblo y a su gente. A ti, a Venancio, a todos; todos tienen un lugar en nuestros corazones y en nuestra mente, siempre están.

Ni la distante ciudad y sus costumbres han borrado nuestros recuerdos… nuestras raíces – Él, le decía- a Don Manuel.

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Se fundieron en un breve, pero emotivo abrazo. Los sollozos impidieron que siguieran platicando. Se despidieron con un sincero, apagado y conmovedor:

 

  •  Adiós, Tío Manuel
  • Adiós Lio. Dales un abrazo a todas tus hermanas y hermanos, me acuerdo mucho de todos.

Manuel, murió año después de la muerte de Venancio; era un poco mayor y unos 5 años menor que el padre, de, Él.

Manuel y su Padre, les enseñaron a montar a sus hermanas y hermanos. Pero solo dos fueron muy buenos para eso; mis hermanos: Alejandrina y José Luis. Aunque todos montaban muy bien, excepto los menores No… Su hermanita y ÉL.   

Otros de los juegos que sus hermanitos mayores y amigos del pueblo le enseñaron a Él, era “el ranchito”. Que se jugaba con los pequeños huesos de las patas de las reses, o becerros de año; que los rancheros sacrificaban para tener carne fresca, para asar carne, ponerla a secar para hacer machaca o cecina,  menudo o  intercambiar por otras mercancías.

(Cuando uno de los pobladores mataba una res o un cerdo, avisaba para compartir; con quien necesitara carne acudiera por ella; gente del pueblo que solicitaban algunas partes del animal sacrificado, para su consumo y después, cuando otros sacrificaban una res o un puerco, respondían devolviendo con lo mismo u otra parte del animal, que les habían dado. Era un recurrente trueque, una costumbre entre los habitantes de ese tranquilo pueblo). Alguna parte del animal sacrificado, se

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regalaban  a los que menos tienen o no tenían nada. Como la familia de su amiguito, llamado “Rafai”.

El trueque existió o existe todavía en los pueblos. Es parte de la solidaridad humana, muy común en el medio rural.

Los niños juntaban esos huesitos de diferentes tamaños sobre todo cuando su madre cocinaba menudo; huesos que eran parte de la anatomía del animal, de las pezuñas y más arribita. Según las formas del huesito era los nombres que se les daba, referentes al ganado vacuno: Unos de esos huesos, eran las vaquitas, otra los becerritos, otros los toros y otros los novillos. Con trocitos de madera, hacían corralitos, donde “encerraban el ganado”; a estos “ficticios” animalitos; cada quien hacía sus ranchos.

Ellos los buscaban en las viejas osamentas de estos animales, sacrificados con mucho tiempo o poco.

Jugaban muy entretenidos y se pasaban las horas, hasta que un grito de Mamá o una de sus hermanas, los llamaban para comer o hacer alguna actividad escolar de los dos hermanitos mayores que Él.

No sin antes “rezongar” por interrumpirles el juego.

Decían que, Él, se enojaba, cuando lo llamaban a comer y siempre exclamaba:

¿Quién fregado, inventó la comida?

Él, solo quería jugar.

Por cierto, siempre fue de complexión delgada; flaco o güilo (sinónimos, pero güilo en el concepto sonorense, no el de otros lugares, que tiene otro significado “Non Sancto”).                                                                                                 Pag.52

Sus amigos de adolescente y ya en su madurez, algunos le llamaban: El Flaco.

Otras de las diversiones aparte de correr en el traspatio tras los becerritos, era intentar hacerles una mangana con un lazo (pialarlos, en plena carrera) o agarrarlos por la cola con sus dos manitas y tratar de tumbarlos; defendiéndose los pobres becerritos, tirando patadas a diestra y siniestra, que los niños con gran agilidad esquivaban; aunque algunas veces los becerritos, como si trataran de vengarse, solían acertar golpearlos, pero ellos soportaban con valentía.

Afortunadamente nunca fueron golpes de consideración.

Cuando estaban al cuidado de personas adultas, a veces los subían al lomo de los becerros, sostenidos por ellos para enseñarlos a jinetear. Realizaban pequeños jaripeos infantiles. Nunca solos. Tal vez los “infantes becerritos”, también se divertían con los infantes y traviesos humanos, cuando alguno iba dar con toda su humanidad al suelo y caer sobre una reciente boñiga de vaca o estiércol de caballo o de cualquier otro animal.

También jugaban con el viejo y gran perro de casa, que era el incondicional amigo fiel de los niños. Era otro miembro importante de la familia. Después su padre le contó, que el viejo “Bull” – así se llamaba- “murió de tiricia”, al no ver a sus amiguitos y a la familia completa en casa.

“Bull” fue un perro grande, de complexión musculosa, color negro, fuerte “como un toro”, por eso le pusieron ese nombre.

 Su aspecto infundía temor, pero era un perro dócil, cariñoso con la familia y con la gente del pueblo. Él y todos los niños jugaban con ese tranquilo canino, que también se dejaba querer, aunque a veces se mostraba “inofensivamente” agresivo con los desconocidos “fuereños”. Bull ya estaba viejo cuando, ÉL nació.                     Pag.53

Perro que ladra no muerde (a veces)…pero asusta siempre.

 

La muerte del perrote sobrevino a los pocos meses que la familia emigró para la ciudad. Cuando los niños y toda la familia se despidieron del noble perro, no ladraba. Se comentó, que emitía tristes y lastimosos quejidos. En esa ocasión de la partida familiar hacia otro lugar, Bull, estaba junto a Pablo, él “loquito del pueblo”, el sordito- mudito.

Los tristes sollozos de Pablo se confundían con los tristes gemidos que salían de Bull. Ambos murieron: Pablo, un par años después. Puede ser que hayan muerto de tristeza.

Aunque en esa época de su infancia, en el pueblo no había redes telefónicas, solo funcionaba el telégrafo. Pero se tenía el conocimiento de esos modernos aparatos, con que se comunicaba la gente de las ciudades y a distancia. Sabían de estos aparatos por algunos pobladores que viajaban a la capital del Estado. Ese adelanto de las telecomunicaciones, lo sabía también la niñez del poblado y de alguna manera se las ingeniaban para jugar con los supuestos e improvisados “teléfonos”.

Cuando hacían pan casero – no había panadería en el pueblo- agregaban a la harina un polvo al amasarla, ante de hornear los panes; una especie de levadura que en los pueblos llamaban o llaman “espaura”, quizás signifique espesura, ya que  producían “un esponjamiento” del pan una vez horneado. Este polvo lo vendían en unos botecitos de cartón con el nombre comercial de Royal.                      

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Pues resulta, que estos buquis o chamacos del pueblo y ÉL, con estos botecitos vacíos, jugaban al teléfono. Unían estos botes con un largo hilo, de los que usaban los campesinos para cerrar los sacos o costales llenos de maíz u otros granos; lo hacían “enhebrando ese hilo de regular espesor” de ixtle u otro material, en una “aguja de arrea”- arrea, de arriero-  utilizada para coser la boca de los costales. 

Una vez unidos los botecitos, uno en cada extremo por un cordón o hilo de unos 3 o 5 metros de largo, empezaban a “dialogar por teléfono”.

La “conferencia telefónica” era entre Él y él Rafai, un amiguito que su familia vivía en casi extrema pobreza en comparación con otras familias del pueblo. La Madre de él Rafai, fue abandonada por su esposo.

El Padre, de ÉL, les daba trabajo a sus hermanos mayores, cuando se podía. Su Abuela y su Madre, siempre le ayudaban con despensas.

Para los niños del pueblo no había y ni entendían las diferencias de clases sociales; además, las personas mayores, casi todos, eran muy solidarios entre ellos. Había dos o tres caciques, prestamistas que nunca faltan en cualquier comunidad.

Pero volvamos al juego, “a la conferencia telefónica” entre estos dos niños. Aunque sus voces se escuchaban, no a través del infantil invento, sino a viva voz. Pero ellos si creían, que sus voces se oían a través del hilo “conductor”.

  • Bueno, quien habla de allá “pa cá” – habló primero, ÉL.
  • “Ero” yo, de “acá, pa llá”-contesto Rafai.
  • Ah pos yo soy Él y Tú ¿Quién eres?
  • Ah pos él Rafai de mi amá.
  • Ah pos yo, de mi apá Chico y de mi amá Cata – le contesta Él, y le pregunta - Rafai ¿has visto a los demás churis?                                              Pag. 55
  • Se “jueron hechos la mocha” a comprar “yapayos”, a la tienda de los Duartes – dijo Rafai.
  • Tu no fuiste – le pregunta, ÉL- ¿no te gustan los raspados, “enque” los Duarte?
  • No, pos sí, pero mi amá no me da para comprarme uno, no tiene dinero – tristemente dice él Rafai, en su inocencia- Pero sabes qué Él, yo ya sé hacerme “yapayos” – por decir raspados- me lo dijo mi hermano grande: Mira Rafai, “elagua” con azúcar, parece “yapayo” y sabe muy dulce, tan güenos.

Mi hermano me enseñó hacerlos – repetía Rafai.

  • Rafai, vamos corriendo a comprar raspados, uno pa ti y otro pa mí. Mi Ma Lola, me dio unas monedas. Yo quiero uno rojo y ¿tú? – bondadosamente, le dijo ÉL.
  • Pos yo quiero con azúcar, “desos verdes” – responde Rafai.
  • ¡Ah! Quieres un raspado de limón, Rafai – le corrige, Él- Ok.

Se fueron corriendo, “hecho la mocha” los dos niños, alegremente a comprar los “yapayos”. Así, felices, tomándose un “yapayo” cada uno, terminó el juego de la “conferencia telefónica”. Él, empezaba a expresarse como citadino.

Entre los niños, también se hacían travesuras con unos pequeños frijoles de color rojo, llamados chilicotes, que, al frotarlos en una superficie lisa se calentaban y al ponerlos en contacto con la piel, les producía una leve quemadura sin consecuencia.

Las niñas, aunque se divertían aparte, con juegos propios de ellas: como a las muñecas hechas de trapo, a la cocinita, a la “bebelechi” o rayuela, entre otros.

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Estos juego junto con la escuelita; donde una de las niñas era la maestra, que   enseña a sus alumnos; eran entre otros tantos juegos, unos de los principales, entre ellas. La mayoría de estas diversiones, se jugaban compartiendo entre niñas y niños: Ejemplos, como montar a caballo, a la escuelita y la bebelechi (rayuela) y en otros más. Juntos, niñas y niños, disfrutaban su feliz infancia.

“Los seres humanos no dejan de jugar porque envejecen; envejecen porque dejan de jugar”. Oliver Wandel Holmes. (Médico y escritor. 29 de agosto de 1809, Cambridge, Massachusetts, Estados Unidos -7 de octubre de 1894, Boston, Massachusetts, Estados Unidos)

 

Esto sucedió cuando Él, tenía un poco más de 6 años, había concluido el primer año de primaria. Y como todos los años, desde que se fueron del pueblo a la ciudad; su Padre iba por toda la familia para estar juntos esos dos o tres meses de vacaciones escolares, en el rancho, en el potrero y en la casa del pueblo.

Parecía que la vida no cambiaba. Cuando menos ÉL, en su alegre niñez, no lo notaba. Estos eran los juegos de los niños de ese medio rural.

 

Después, más grande cuando cursaba secundaria e iniciaba la preparatoria, su principal distracción en el rancho, era montar caballos, ir a cortar pitahayas o tunas, ayudar a su Padre en labores de la milpa o en mismo hogar. Su Padre le enseñaba a ordeñar vacas, como a todos sus hermanos. Él, nunca aprendió.

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Por esa vida pueblerina, intermitente, Él, en su interior sentía, que, a pesar de la distancia, sus raíces, su esencia de serrano pervivían en su alma. Él, nunca se olvidó de sus orígenes.

 

En la Ciudad ÉL, y sus hermanos, aprendieron a jugar béisbol. Uno de ellos, José Luís, que fue excelente jinete; también fue muy buen jugador de base ball. Jugaban a las catotas (canicas), trompo, balero, al tacón, a los vaqueros peleando con pistolas de juguete. Sus hermanas mayores Aida, Alejandrina y Josefina, trabajaban de maestras; Catita y Alicia, terminaron la carrera comercial y trabajaban como secretaria en una Institución del Gobierno.

Los hermanos, cursaban también la Primaria –uno en tercer año y el otro en quinto de primaria- y Ana, la hermanita menor, iba al Jardín de Niños (al Kínder).

Él, cumplió 6 años, ya tenían dos años que residían en la Ciudad; iniciaba la primaria, fue en ese primer año, donde a través de la radio, escuchaba por una estación los cuentos infantiles de Enrique Alonso, Cachirulo; que cuando llegó la televisión a la ciudad los veía también en su programa: Teatro fantástico (1955-1969) y las canciones de Francisco Gabilondo Soler, Cri-Cri el grillito cantor.

Él, fue fans de las canciones de Cri-Cri; gusto que continuó hasta la vida adulta. Era otra forma que lo ligaba a su infancia, ahora citadina. Por siempre le impresionó la temática de las composiciones de Gabilondo Soler, su imaginación de los personajes que la mayoría eran fábulas infantiles, en sus canciones salpicadas de moralejas.

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¿Quién es el que anda aquí? Es Cri-Cri es Cri-Cri. Y ¿quién es ese señor? El grillo cantor…

Nació en Orizaba, Veracruz, 6 de octubre de 1907- Falleció en Texcoco, Estado de México, el 14 de diciembre de 1990.

Francisco Gabilondo Soler.

 

Le gustaban todas las canciones de Gabilondo Soler. Entre sus favoritas estaban: La marcha de las letras, La Merienda, Negrita Cucurumbe, Negrito Sandía, El Ratón Vaquero, El Chorrito, El Gato Carpintero, Casamientos de los palomos, Cochinitos Dormilones, La Maquinita, El Gato Carpintero; “el tango Infantil” Che Araña y Mete Tete, con estas dos canciones, hasta de grande lo hacían bailar sus cadenciosos ritmos.

Todas las letras de las canciones de Cri-Cri, tienen estupendos y “pegajosos” ritmos. Se acompañaban con los diferentes géneros musicales; desde ranchero, vals, tango, rumba, charlestón, marchas, hasta rock.

A ÉL, le llamaba mucho la atención una parte de la canción, muy educativa; Caminito de la Escuela:

“…Porque en los libros siempre se aprende a cómo vivir mejor…”

Caminito de la Escuela: Cri-Cri

 

Pero, Di Porque…

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“…Di porque frente al ropero, donde hay tantos retratos, di porque lloras a ratos, dime abuelita…por qué…” Fragmento de: Di Por qué.

 

El Ropero; estas dos canciones le recordaban siempre a su Ma Lola, su abuelita; y esta canción, le recordaba a su abuelito el Coronel, que no conoció. El revolucionario desconocido.

“… toma el llavero abuelita y enséñame tu ropero, prometo estarme quieto y no tocar lo que saques Tú. Hay que bonita espada de mi abuelito él Coronel. Deja que me la ponga y entonces dime si así era él…”.

Fragmento de: El Ropero

 

Cuando Él, formó su familia, compró la colección de estas canciones para sus hijos y después cuando llego a la edad de abuelito “moderno”, se las ponía por “Spotify” a sus nietos, a veces los dormía bailando con sus ritmos. 

 

Aunque tiempo después, todavía niños, Él y sus hermanos, ya estando en la Ciudad, siguieron jugando al ranchito, con aquellos huesitos, parte de la anatomía ósea de las pezuñas de la vaca, que juntaban cuando su Madre cocinaba menudo.

A Él, no le gustaba el menudo con pata. Tal vez, por tanto, jugar con los huesos.

A los pocos años, un poco más grandecitos, se olvidarían de jugar al ranchito y sus “animalitos de huesos”

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También pasando el tiempo, se olvidaron de otros juegos, con los que se entretenían en el Pueblo; pueblecito de su Infancia Feliz. Se olvidó de masticar “chicles de rancho”, las chúcatas.

Ahora compraban los “chiclets de la ciudad” que era una goma de mascar cubierta de caramelo, de marca gringa. Fabricada en los Estados Unidos y que se distribuida en nuestro País. Esta goma, no se les pegaba en los dientes, pero si fueron más susceptibles de tener caries dentales, por el contenido de azúcar.

¿Consecuencia de la modernidad?

Usaban zapatos, calzado como la mayoría de la gente de ciudad. Allá en el Rancho a veces andaban descalzos, cuando jugaban en las areniscas del Río, si no llevaba mucha agua o en tiempo de sequía. Frecuentemente se bañaban todos bichis (desnudos, empelotos), en los pequeños aguajes, arroyos o en el represo, que su Padre construyó en el Rancho. El tipo de zapato que usaban en el pueblo, su mismo Padre se los fabricaba, utilizando la vaqueta, hechas del cuero de las vacas. Las Teguas.

Él, cuando le llegó el momento de irse a estudiar, lejos, a la Universidad, en un Estado del centro de la República; Junto con otros amigos, paisanos, que se fueron con él a continuar los estudios; mandaron hacerse unas teguas, como distintivo regional. ¡Yaaaa!…

La vida rural, sus raíces del pueblo, empezaba a transformarse en citadina. Desde entonces, se terminaron las idas al pueblo, se terminaron las vacaciones en familia. Todo se había acabado para ellos en ese pueblo.

“… Las distancias apartan las ciudades, las ciudades destruyen las costumbres…” (Las ciudades. Autor: José Alfredo Jiménez.          Pag, 61

(Este escrito es parte del Cuento: Él. Cuento de una infancia feliz. Narrativa de la vida de un niño rural. Autor. Dr. Raúl Hector Campa García. raulhcampag@hotmail.com @RaulHectorCampa1

Autor: Raul Hector Campa Garcia

Raul Hector Campa Garcia

Raul Hector Campa Garcia; es medico pediatra, autor de variados libros que van desde lo tecnico en su especialidad medica, hasta novelas, ademas es articulista socio politico en diversos medios impresos y electronicos

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